Antes, la ansiedad social se jugaba en cafés, reuniones o pasillos de oficina. Ahora, se cuela en las pantallas. La pandemia no hizo más que acelerar algo que ya se estaba gestando: una nueva forma de exposición social, mediada por cámaras y micrófonos, que no eliminó el malestar de ser observado… solo lo trasladó a otro escenario.

Trabajar desde casa parecía liberar presión: sin pasillos llenos de gente, sin la tensión del “buenos días” forzado o hacer conversación en el ascensor. Sin embargo, muchos descubrieron que las reuniones virtuales pueden ser igual o más agotadoras. Detrás de ese cansancio no hay pereza ni desinterés, sino una forma de ansiedad social adaptada al entorno digital.

Una diferencia clave entre la interacción presencial y la virtual es que, en las videollamadas, nos vemos a nosotros mismos. Esa pequeña ventana con tu rostro activa la autovigilancia: te observas, te juzgas, corriges el gesto. La mente, que ya tiende a autoevaluarse, se multiplica en juicios: “mi cara se ve rara”, “¿por qué sueno tan seria?”, “parezco distraído”. Esta autoobservación constante aumenta el estrés y la fatiga, porque el cerebro dedica parte de su energía a controlar la propia imagen, desviando recursos de la atención real a la conversación.

¿Por qué ocurre esto?

En persona, rara vez te ves mientras hablas. Pero en una videollamada, eres simultáneamente protagonista y espectador de ti mismo. Ese desdoblamiento constante desgasta. Un estudio del Stanford Virtual Human Interaction Lab (2021) mostró que la exposición prolongada a la propia imagen activa regiones cerebrales relacionadas con la autopercepción y el control del comportamiento social -las mismas que se sobreestimulan en la ansiedad social-. En otras palabras, el simple hecho de verte hablar puede ser un disparador fisiológico del estrés.

A esto se suma otro factor: la pérdida de señales sociales claras.
Las pantallas recortan el lenguaje no verbal, retrasan las reacciones y eliminan matices del tono o la postura. Lo que en persona sería un silencio natural, en Zoom o Teams puede sentirse como desaprobación. Esa ambigüedad deja espacio para la interpretación, y en una mente ansiosa, el vacío se llena rápido: “no les interesa lo que digo”, “debería hablar más”, “seguro piensan que no estoy aportando nada”.

El entorno tampoco ayuda. En casa, la línea entre lo personal y lo laboral se difumina. El salón, la cocina o incluso el dormitorio se convierten en escenario público. Esa exposición del espacio íntimo, sumada a la sensación de estar “siempre conectado”, alimenta un tipo de vulnerabilidad nueva: no hay transición entre el rol personal y el profesional y la mente no encuentra refugio.

Con el tiempo, el cuerpo también empieza a notarlo. Las videollamadas prolongadas generan una forma de tensión fisiológica leve pero sostenida: respiración superficial, rigidez muscular, cansancio ocular. No parece grave, pero en conjunto puede mantener el sistema nervioso en un estado de alerta durante horas. Lo que muchos describen como “agotamiento digital” tiene base biológica: el cerebro interpreta la exposición social -aunque sea virtual- como un entorno de evaluación constante.

Cuando el control se convierte en defensa

La ansiedad social en el teletrabajo no siempre se manifiesta como pánico o bloqueo. A veces aparece como hipercontrol: revisar tres veces la cámara, sonreír más de lo habitual, ensayar respuestas antes de hablar. Otras veces, como evitación: apagar la cámara, hablar lo mínimo, fingir fallos técnicos. Ambas estrategias buscan manejar la incomodidad de sentirse observado, pero en el fondo refuerzan la misma idea: “no soy suficiente si no lo hago perfecto”.

Desde un enfoque psicológico, estos patrones no surgen de la nada. Cuando la validación externa ha sido el eje del valor personal -por ejemplo, en entornos de crianza donde la aceptación dependía del rendimiento-, la mente aprende a asociar el error con el rechazo. En ese marco, cada videollamada se convierte en un examen, y cada silencio, en una posible desaprobación.

Cómo aliviar el malestar

El objetivo no es “superar la ansiedad”, sino aprender a relacionarse de otra manera con ella. En terapia, se trabaja en dos niveles: reducir la activación fisiológica y modificar los patrones cognitivos que la sostienen. Algunas estrategias sencillas pueden acompañar este proceso:

  • Reducir la autovigilancia. Ocultar la vista propia durante la videollamada o usar la vista de “hablante activo” ayuda a disminuir la autoevaluación.
  • Crear fronteras simbólicas. Cambiar de asiento, encender una luz distinta o hacer una breve pausa antes y después de cada reunión ayuda al cerebro a marcar un “antes” y un “después”.
  • Normalizar el cansancio. No es falta de adaptación: es un entorno cognitivamente más exigente. Reconocerlo quita culpa.
  • Exposición gradual. Si las reuniones te generan ansiedad, empieza participando con pequeñas intervenciones o en reuniones más cortas. La práctica repetida reduce la activación emocional.
  • Practicar autocompasión. Recordar que todos se sienten algo fuera de lugar en este formato. La perfección digital es una ilusión compartida.

Sin embargo, cuando la ansiedad empieza a interferir con el rendimiento laboral, el descanso o las relaciones, pedir ayuda profesional puede marcar la diferencia. Un proceso terapéutico permite identificar las creencias de fondo que alimentan el malestar -esas ideas persistentes de no ser suficiente o de temer el juicio ajeno- y construir una relación más amable con uno mismo.

En el fondo, el teletrabajo nos ha puesto frente a un espejo -literal y simbólico- de cómo nos vemos cuando interactuamos con otros. Aprender a mirarnos sin tanto juicio y con más comprensión no solo mejora la experiencia laboral, sino que también fortalece algo más profundo: la capacidad de sentirnos válidos, incluso cuando no todo sale perfecto.